martes, 17 de febrero de 2009


al Tin

la fortaleza se ríe a tus pies
la razón te deja desnudo
tanteás las paredes
la piedra es fría

es hora que dejes de pensarte planta
siendo un árbol

que dejes de pensarte arroyo
siendo un mar

que dejes de temblar en el túnel
solo en un rincón

teniendo tanta luz adentro
que enceguece

dale, prendé el fósforo
no vaya a ser cosa
que me dejes en penumbras.

viernes, 13 de febrero de 2009

Hombre o Topo: ésa es la cuestión

Tengo exactamente catorce cuadras hasta el subte. Diez desde Córdoba hasta Avda. de Mayo; tres desde Carabobo hasta Bonorino y una hasta Ramón Falcón, que es donde vivo. Y tengo exactamente dos cuadras hasta el colectivo. Una desde Córdoba y otra desde Rivadavia hasta Ramón Falcón. En medida de tiempo, y no dependiendo de otros factores como tránsito, semáforos, vendavales, calores o por qué no depresiones, angustias, pesadez, liviandad, alegría por nombrar algunas pocas, demoro en caminar hasta el subte y, desde éste hasta casa, aproximadamente quince minutos; hasta el colectivo y, desde éste hasta casa, dos minutos y medio. Ambas sin contar, claro está, las calles que hay que cruzar, los peldaños de las veredas que hay que subir, los recovecos que hay que tomar para saltear los baches, etc. Esto último puede llegar a significar tanto cantidad de metros, de manera que, todo junto, podría bien ser una cuadra, como también cantidad de segundos, por consecuencia, de minutos. Por ejemplo, los peldaños pueden medir quince centímetros o valer cuatro segundos. De esto se desprende que lo que en un principio eran quince minutos de caminata se pueden transformar en veinte y así sucesivamente con las variables ya mencionadas.
Ahora bien, la cantidad de viaje en subte es exactamente de veintitrés minutos. Si, si. Desde Microcentro hasta Flores, ese mismo viaje lo hacía mi bisabuelo hasta la actual casa de mi madre (en ese entonces su casa, apenas unas cuadras de la mía) pero con la diferencia que el transporte era la carreta lo que me hace suponer que tardaba, seguramente, (recordemos la Avenida Rivadavia empedrada) más de dos horas y media sin ninguno de los factores antes expuestos. Ahora, gracias a nuestros candidatos que supimos conseguir (como diría mi padre) sólo tardamos veintitrés minutos. Posmodernidad que le llaman. Y, para seguir con el hilo conductor (aunque todavía no hablé de ellos) la cantidad de viaje en colectivo, haciendo el mismo trayecto, es de cuarenta minutos; sin contar la fauna y flora de la ciudad a la que después nos dedicaremos, que puede (y casi con seguridad lo logra) demorarse un poco más.
De todo esto se deduce que, si tomamos como medida el tiempo real, comparando la cantidad neta entre los transportes, sumando camino y viaje, es exactamente la misma; a lo sumo el subte puede aventajarle al colectivo diez o quince minutos que, no está de más decir, es muchísimo en los tiempos que corren: desde una cola de menos en el banco hasta un mate de más en la propia casa. Sin embargo la diferencia fundamental estriba en la calidad. A ver. Definamos Calidad de Transporte Público. Como su nombre lo indica, lo toman en la hora pico (hora a la que me dirijo hacia uno u otro) la mayoría de los trabajadores de la Ciudad de Buenos Aires. Esto implica que en ninguno de los dos transportes uno viaja cómodamente, sino abarrotado contra, en el mejor de los casos, el codo de un muchacho musculoso o, en el peor, contra el busto transpirado de una señora mayor. Si es en el mes de Julio, el calor humano es algo casi agradable; pero en pleno Febrero ese calor es inhumano y hasta oloroso. Sin nombrar aquí al señor que intenta rozar con su arrugada mano la pierna de alguna niña mientras a ella no le queda más remedio que creer que no hay lugar adonde el buen hombre pueda moverse. Tampoco uno se libra de las quejas, insultos, suspiros, chistidos de los pasajeros quienes, al igual que uno, desean llegar rápida y fugazmente a su hogar. En este sentido, la calidad es inaceptable en ambas. Ahora bien, en un sentido más amplio y hasta poético, ser un topo correteando por los túneles de Buenos Aires no es algo demasiado agraciado si lo comparamos con las calles donde uno puede mirar el paisaje, respirar por una ventanilla, divertirse con los transeúntes. Eso puede suceder si viviéramos en Paris donde uno supone que están mejor pero en realidad nadie lo sabe. Pero en esta ciudad donde el Hacer Buenos Aires hace (justamente) que todas las calles y avenidas estén cortadas en los mismos diez días todas a la vez, es difícil poder pensar en un viaje colorido cuando escuchamos los tractores, las bocinas, los insultos de los colectiveros y pasajeros por los desvíos causados. Esto no sólo demora un poco más esos famosos cuarenta minutos de viaje sino también tiñen la felicidad del aire libre en un aire viciado de apuros y malhumores. Desde este punto de vista, el topo pareciera ser, aunque no poético, el más adecuado. El tren subterráneo no tiene baches ni cortes pero además no tiene changuí para el viajante malhumorado ya que, en caso de que le cierren las puertas, no tiene más remedio que esperar otro porque, si quisiera treparse a la ventana para viajar igual (algo harto común en el colectivo), seguramente le cortaría medio cuerpo ni bien el subte entrara al túnel. En este sentido, el colectivo pareciera ser más democrático. Pero a quién le importa la Democracia de los Transportes Públicos. Otra ventaja, pero esta vez para los conductores de subte, es que, al tener la cabina apartada de los pasajeros tienen, no sólo la facilidad de no pelearse con la máquina expendedora sino que disminuye su riesgo de muerte causado por algún pasajero exaltado como ha ocurrido, hace no tanto tiempo, en una línea de colectivos.
Ahora sí podemos decir que, dependiendo del temple de la persona a viajar, uno y otro tiene su gracia. Hombre o Topo, esa es la cuestión.
Llegado a este punto lo que no termino de comprender es mi elección. Naturalmente prefiero el subte porque me gusta caminar y esos quince minutos que le aventaja al colectivo me permiten acariciar dos veces más el lomo de mi gata, entre otras cosas. Reconozco me da un poco de lástima la topocidad cotidiana del conductor (incluso la mía) pero habría que preguntarle a él qué se siente, quizás está muy a gusto, si es que es posible creer que una persona que está más de seis horas sin ver las luz no siente lo mismo que un preso en una cárcel aunque sea una vigésima parte, salvando las distancias. Sin justificar demasiado mi elección, diría que prefiero el subte.
Ahora bien, un día como hoy, con una tormenta que taladra la ciudad decidí, aún mojándome el alma y con vestimenta ejecutiva, es decir, tacos, pantalón blanco y musculosa veraniega, caminar las benditas catorce cuadras. Mientras pisaba charcos e intentaba fumar el cigarrillo imposible pensaba en si mi decisión era la correcta. Cualquier otra persona hubiera dicho que definitivamente no. Más cuando subí al subte y la gente me miraba por la cantidad de agua que corría por mi ropa, mi cuerpo, mi cara y mi pelo.
Pero cuando llegué a mi casa y pensé en el mate caliente y le hice la fiesta de bienvenida a mi gata, recién ahí, en el instante de encender la hornalla, entendí que no tengo idea por qué elegí que me lloviera encima pero que, seguramente, si hubiera elegido el colectivo, no hubiera prendido esta computadora.

Capote

Ver la película Capote, sobre “A sangre fría” de Truman Capote me dieron ganas de escribir. También me dieron ganas de leerlo. Pero siendo la una de la mañana del domingo, las posibilidades de conseguirlo y leerlo parecen escasas; de manera que me inclino a la primera. Antes de empezar pensaba que seguramente mis intentos de escritora frustrada estarían satisfechos si fuera contratada como columnista para Página/12, por ejemplo. Creo que podría resignarme a menos, por ejemplo, Clarín, Popular, Crónica…pero pongamos por caso que así fuera. En el caso de ser columnista de ese diario, en este momento, café en mano, haría un artículo sobre la película que acabo de mirar. Y sería sencillo: empezaría igual que como empezó esto. Idioma legible para la comunidad, escena de una vida cotidiana que siempre atrae a la gente común, un poco de sentimentalismo en mitad del escrito y una reflexión final sobre Capote, su vida y la vida del argentino medio, por ejemplo, algo bastante habitual en los tiempos que corren. Esta descripción (opinión) para nada quiere desmerecer a lo columnistas del diario. De más está decir que los que escriben allí son algunos de los más reconocidos periodistas/escritores de Argentina; Pauls, Bayer, entre otros. Pero convengamos que esta temática: -literatura/cine-vida ordinaria y personal-reflexión final- es una forma literaria bastante tradicional para una columna de opinión de diario. Lo distintivo entre lo de ellos y yo, claro está; sino estaría como ellos, café en mano, escribiendo este artículo para mañana y no como estoy, café en mano, escribiendo para mi.
El problema surge cuando, frente a la hoja en blanco, se supone que uno debería escribir algo fascinante: ficción, autobiografía, trágico, alegre, dramático, narrativa, poesía, cuento…algo que llame la atención. Sólo es posible el éxito como escritor si uno escribe algo distinto. Supongamos que decido escribir sobre esta tarde de domingo…qué persona en este mundo va a leer mi relato sobre mi tarde de domingo? Seguramente nadie. Salvo que, nuevamente, sea alguna columnista de diario. Entonces uno debiera contar algo que nadie haya leído, aunque las influencias sean todos y estén videntes en cada pasaje, debería haber ALGO que alguien no haya escrito. Pero no. Por lo menos no es mi caso.
A veces me pregunto de dónde sacan la bendita imaginación para inventar (o descubrir?) las novelas que escriben. Cómo se inspira esta gente? En Yenny, El Ateneo o en Parque Rivadavia habrán más de cien mil volúmenes. Cómo se les ocurre?
Truman Capote se inspiró en un asesinato para escribir ese libro que lo convirtió en el autor más reconocido de EEUU (aunque ya lo era bastante). Cuántos asesinatos necesito yo para escribir dos líneas de mi próxima novela? Estaría toda la población muerta. Menos los asesinos y yo. Y aún así no lograría inspirarme porque tendría al chino del supermercado de enfrente muerto y no tendría café. Y sin café no hay novela. Y sin cigarrilo, menos. Entonces…? Imposible.
O tengo que resignarme y decidir que la escritura no es lo mío o tengo que empezar a pensar cuál puede ser el disparador de un escrito importante. Niñez turbada? Infancia dolida? Adolescente incomprendida? Adultez perdida? Me temo que esto ya ha sido usado extensamente, incluso por mí.
Sólo queda el uso de este teclado que no grita como el de Pizarnik.
También puedo enviar este textito a algún familiar caritativo que nunca va a decir que esto es una verdadera basofia y que, cuando estén distraídos leyendo algún diario, sonrían cuando le hablen de Capote. Y quizás eso baste. Para mi.
Entonces ya no necesitaría ningún escrito trascendente para nadie.
Dejémonos de reflexiones chatas que sólo intentan hacer algo trascendente desde lo intrascendente; algo nuevo desde lo cotidiano. Te dejo en paz, querido familiar. Se me enfría el café y todavía no terminé la nota para mañana.