lunes, 11 de mayo de 2009

Otra vez

Me clavan. Otra vez. Dos agujas. Si, dos. Un para sacarme la sangre sucia y otra para volver a meterla limpia. En el medio, una máquina la purifica. Así. Como por arte de magia. Decir que estoy atado a esto de por vida es una cursilería. Y el de por vida es inexacto. Pero así es. Por lo menos hasta que me cambien el riñón. Es extraño pensar que mi mente de treinta alberga un órgano de ochenta. Como si algo hubiera fallado en la formación. Evidentemente. O sea que cuando tenía uno o dos años, una parte de mi cuerpo tenía aproximadamente cincuenta. Un bebé borracho sin nunca haber bebido. Cuatro horas tres veces por semana estoy acá. Ya es casi como mi segunda casa. Hace dos años que es igual. Lo que a mi me parece una eternidad, a los médicos les parece poco. Los pacientes suelen estar atados a la máquina entre diez y veinte años. Depende lo que aguante la fístula. Decir que es aburrido es esperanzador. Podría decir que es insoportable. Aunque también lo es, todavía no me doy cuenta. Aburre esta rutina. Aburre como cualquier trabajo. Pero si no lo hiciera estaría básicamente muerto. Mi cuerpo se hincharía de líquido, mi corazón se aceleraría y, en unos pocos días, mi madre lloraría al hijo. Suicidado. Todas las mañanas, a las 6.30 cuando me despierto para venir al centro, pienso lo mismo. Cuál es la diferencia entre el estado vegetativo de una persona en coma y el mío. La conciencia. Mi conciencia hace que las restantes horas que no estoy acá pueda caminar, leer, salir, oler, mirar. El coma no. Y pienso por qué sigo. Mi cuerpo lleno de líquido necesita respirar. Mis cuatro kilos de más pesan como si tuviera veinte. Y cada vez que llego, me retan porque tomo mucho. Mucho significa dos vasos por día de Pepsi. Me encanta la Pepsi. Soy adicto. Si pudiera, lo sería. Si, ya lo sé. Cuánto más tomo, la diálisis es menos eficiente y nunca termina de sacarme el líquido de más. Y me dicen que me cuide. Que me cuide. Como si fuera fácil con cuarenta grados de calor contentarse con los cubitos de hielo. Y si. Los fines de semana dos vasos de Pepsi más algunos cubitos de hielo me arruinan. Llego al domingo pidiendo pista. La cara hinchada y el cansancio de un gordo obeso como si hubiera corrido una maratón en arena. Cuando me desenchufan, me miro al espejo y mi cara vuelve a la normalidad. La verdad, soy un tipo fachero. Menos mal. Si encima de todo esto fuera un tipo feo, nunca tendría una mina. Pero además soy simpático, atento, divertido, respetuoso y también caradura. Y si. No nada que perder. Por ahí me muero mañana o en dos horas o en un año. Ya estoy de vuelta. Lo peor de todo es que soy psicólogo. Lo peor o lo mejor, no lo sé. No sé si es mejor un tipo pensante y consciente de que se va a morir y que analiza cada paso como un vericueto de la psiquis o un tipo que lo hace y punto. Y además porque soy acompañante terapéutico. Mis pacientes lloran por cada pelotudez, pienso cuando los estoy escuchando. Puedo acompañar terapéuticamente a alguien mientras me tienen que acompañar a mi por la cercanía de mi muerte? Estoy realmente capacitado para atender a autistas, psicóticos, alcohólicos, drogadictos, suicidas? No lo sé. Debe ser. A veces siento que no puedo. Que no soy Superman. Que no puedo alejarle ideas suicidas a un pibe cuando yo mismo lo he intentado más de una vez. Pero hay que ser profesional. Di-so-ciar. Y a veces lo hago muy bien y a veces creo que antes de que se suicide, le voy a ahorrar el paso y lo voy a matar yo.
Todo el barrio sabe que tengo insuficiencia renal. Mi madre se lo cuenta a todo el mundo como si eso ayudara a que alguien me regale un riñón. Cada vez que voy a comprar pan, la panadera me pregunta “Y? como va eso?” Como el orto me dan ganas de contestarle. La gente te mira como un sobreviviente. Como un luchador. Como un héroe de novela. Pero yo no hago nada. Es un trabajo. Llego, me pesan, me conectan y me voy. Ché. Mis brazos están bastante baqueteados. Tremendas agujas. Son enormes. Y la fistula late. Se escucha mi corazón en mi muñeca. Es el mismo gesto que uno hace en la playa con un caracol, si ponés tu oreja en la fístula, escuchás el latido del corazón. Parece lindo. Dicho así hasta poético. Hoy estoy más cansado de lo habitual, el brazo me duele, el ruido de la máquina me aturde, la señora de al lado pretende que seamos amigos dialíticos. Hoy estoy para desenchufar esto y salir corriendo. Y morirme en plena calle. Y con la mente todavía lúcida, escuchar los enfermeros, la ambulancia, la gente agolpándose mirando al moribundo con esa curiosidad morbo que arrastran las tragedias. Me ponen suero, intentan reanimarme, me hablan, me miran. Pero yo ya no quiero. Ya no quiero esta vida muerta. Estoy cansado. Ustedes no entienden que estoy cansado. Soy ese porcentaje de vida que no merece la pena el esfuerzo. No tiene sentido. Ya estoy de vuelta. Soy de la gente que se anticipa a la muerte, que vive en el preámbulo de la muerte. Y todo me parece estúpido. Sin sentido. Sinsentido. Hoy estoy para donarle mis córneas a alguien que las necesite. Hoy voy a hacer beneficencia. Voy a donar las únicas partes de mi cuerpo que están en buen estado. Hoy ando con ganas de regalarle mis ojos a un cuerpo sano. Para que vean lo que yo no vi. Para que vean cómo hacen pis. Eso que hace rato que ya no hago. Para que tengan el placer de mirar cómo la vejiga se vacía en cada gotita de pis. Creo es justo. Es justo para mis ojos darle la oportunidad de mirar algo distinto. Se merecen algo mejor. Si. Ya tome la decisión. La señora de al lado está dormida, los enfermeros distraídos. De dónde se apaga esto?

No hay comentarios:

Publicar un comentario